Entrar a la pequeña habitación que a la vez funciona como taller y hogar. O tal vez sea
que el taller es el único lugar donde puedo sentir el cobijo seguro de un hogar; o desde el punto de
vista mundano, quizá sólo sea que no me rinde el efectivo para tener dos espacios distintos para
separar el trabajo de la vida personal.
Sin embargo, para un alma solitaria como yo no está mal. Entrar, ser rodeada por la penumbra es
la oportunidad de tener un encuentro casi místico con mis decenas de yos que penden de cada
pared. Todos, reflejo de una situación específica, la cual ha llegado a causarme tal hartazgo que
con furia, ansiedad, tristeza o melancolía me ha empujado con fuerza ciclónica hasta estás cuatro
paredes para, a base de cortes de periódico y embarradas de engrudo, arrancarme la máscara que
he portado durante todo el trance.
Existen personas que hipócritamente navegan por el océano de la vida con la bandera de la
transparencia y la honestidad, pero en realidad todos tenemos –algunos pequeño; otros,
grande—un repertorio de máscaras colgadas de nuestras paredes. Listas para apoderarse no sólo
de nuestro rostro sino también de nuestra mente, nuestro espíritu y por supuesto de nuestra moral.
Mirar la máscara de la niña tierna y sensible convivir a no más de medio metro con la de la mujer
fatal significa la comunión entre esas dos personas tan opuestas entre sí, pero ambas reales y vivas
en mi interior. ¿Cómo es posible que en mi esencia se mezclen aquélla que muere por que le
regales una flor o una carta y ésta que siente las ansias de llenarte de humedad?
¿Qué me dices de la que cuelga unos metros más arriba de la cabecera de mi cama? Esa que es la
de una mujer de lenguaje pulcro y la de quien no está dispuesta a guardarse una sola mentada de
madre en tu contra. Ambas, casi de la mano –si es que la tuvieran—velan a diario mi sueño.
El dilema se complica cuando más allá de este enfrentamiento de opuestos se integran variables
que afectan el resultado de la ecuación. Si a la máscara de conciliadora que por mucho tiempo me
puse ante ti para poner fin a los disgustos y distanciamientos, no sólo se agrega la que surgió del
mimetismo que desarrolle a partir de tu actitud de hierro, sino también la máscara de la niña
caprichuda y aferrada, terca, necia; esa que apenas se diferencia en un par de rasgos de la mujer
tenaz, perseverante, trabajadora y constante.
¿Cómo saldrán libradas la agnóstica que podría pasar por gemela de la escéptica, y la creyente que
a la vez puede rayar en la religiosa?
Y es que es justo ahora, cuando estoy atorada en una encrucijada de emociones, incertidumbres y
razones, que me doy cuenta que eres tú la persona que conoce sino todas, sí la mayoría de estas
máscaras con las que a conveniencia o simplemente placer, cubro mi rostro.
Pero, en realidad contigo no sirven para ocultar, sino para transparentar. Ante ti dejan de ser
máscaras para convertirse en ventanas que bien pueden dar hacia el paraíso prometido o directo
al lugar más inhóspito que alguna vez haya existido en este planeta.
La pregunta es ¿podrás soportar tú todas estás ventanas? ¿Podré yo cerrar los ojos ante tus
máscaras-ventanas más tenebrosas?
Ésta que ahora ostento es la de la estela milenaria de piedra que pese a tormentas y erosiones de
milenios sigue en pie. Hace mucho que relegó a un rincón muy oscuro la de la sensibilidad a flor de
piel que no se avergüenza de las lágrimas vertidas en pos del desahogo del alma. En el proceso de
lucha de las dos anteriores surgió la “vale madres” e “hiriente” hacia ti.
No sé si lo recuerdes, pero en tu afán de encerrarte en ti mismo, de no dejarme entrar, de
regatearme y cobrarme muy caro cada milímetro que abrías la puerta; me herías ya fuera con
palabras, ya fuera con indiferencia, ya fuera con crítica dura.
Hace algún tiempo me fabrique la de valiente. Me la creí. Me sentí valiente y fui valiente.
Sobrepase las posibilidades de los que yo misma consideraba mis límites. Me la arrancaste, deje
que me la quitaras. Aquí estoy de nuevo.
¿Qué pasará con la romántica que cree con vehemencia que las cosas se reparan, no se tiran?
¿Logrará doblegar a la guerrera medieval que no sabe perdonar ninguna afrenta?, esa que pese a
tener a cuestas una larga y pesada carga de batallas perdidas, consigue asirse de la máscara de
modernidad que está convencida de que puede ganar la guerra de la vida a solas.
La interrogante: ¿Podrás amar tanto mis máscaras-ventanas luminosas como para llenarte
de esa claridad y arrojarla sobre mis máscaras-ventanas más siniestras hasta aclararlas lo
suficiente para que no te consideren hostil y se dejen acariciar, transformar?
¿Podré amar tanto tus máscaras-ventanas cálidas como para almacenar ese calor y confort
para después irradiarlo sobre tus máscaras-ventanas más gélidas y así no me perciban agresora y
se dejen cobijar, transformar?